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2.
En el vertedero no hay día ni noche. Hasta hace no mucho no había ni luz. Alguien pensó que si los coleópteros eran los que tenían que llevar los focos no iban a descubrir nunca a nadie, así que encendieron otros enormes que instalaron a lo largo del techo de la instalación. Un gasto inasumible que tuvo la rentabilidad pendiendo de un hilo durante meses. Sobre cómo llegaron a ser un factor relevante, cómo se las apañaban para encontrar cualquier cosa los que vivían allí antes, no tengo ni idea y no puedo ni imaginármelo. Intento hacerme una idea de cómo revisar el montón de desechos sin ver siquiera dónde estás pisando, pero no encuentro el modo. Caí en un momento interesante.
Llegó una pareja camino de la salida, con las mochilas cargadas y sonriendo. Ella me susurró "cuidado". Llevaba allí dentro más tiempo que yo y me convenía hacerle caso. Cuando se acercaron los golpeé con la porra y no paré hasta matarlos. Metí las mochilas en el agujero. Al volver arriba ella estaba sobre los cuerpos, llorando. Había cometido un error.
Me acerqué, le toqué el hombro. No apartó mi mano.
Le pregunté qué íbamos a hacer con los cuerpos. Se giró.
Me respondió que si había sabido qué hacer antes sabría que hacer ahora y se marchó dentro. Registré sus bolsillos, cargué a la mujer y la alejé lo que pude. Volví e hice lo mismo con el hombre. En ellos no encontré más que trozos largos de cuerda, algunas raciones de comida y dos botellas de agua. Cuando acabé me tumbé junto a ella, pero no pasó nada. Sentí que algo se había roto. Me quedaba un mundo por aprender. Cuando despertamos todo parecía haber vuelto a ser como siempre. Abrimos una ración y nos la comimos. Después salimos a buscar.
El pequeño almacén del agujero se estaba quedando sin espacio.