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4.

Era imposible caminar sin tropezarse. Yo intentaba mantenerme erguido, pero trastabillaba cada pocos pasos y tenía que apoyar una mano en el suelo para no caerme. Ella andaba mucho mejor que yo. Era más ligera, pero no era sólo eso. Parecía tener el instinto para saber sobre qué plantar el pie sin que se hundiera en el suelo cuando añadía el peso de su cuerpo. Ella flotaba sobre los cascotes, yo parecía estar siempre salvándome de ahogarme en ellos por los pelos. De vez en cuando me caía. No vi que a ella le pasara nunca.

--Ara, espera.
--Prefiero que no me llames así.
--Pero así te llamas.
--No, así me llaman. Yo no tengo nombre. Ninguno de nosotros lo tiene. Tú eres tú y yo soy yo y ya está.
--Comprendo.
--No. No lo haces. No puedes hacerlo.
--¿Quieres... preguntarme algo?
--No sé en qué me iban a ayudar tus respuestas.
--Pero quieres preguntarme algo de todos modos, ¿no?
--No. No quiero. Deja de hundirte y espabila.

Cuando llegamos el almacén estaba vacío. Ara asintió como si lo hubiera estado esperando y me dijo que tendríamos que mudarnos. Le pregunté que cuándo. Me respondió que rápido. Que en cuanto nos despertásemos nos marcharíamos. Compartimos una ración. Me dijo que estaba adelgazando. Sonreí porque sabía que eso le gustaba. Me devolvió la sonrisa y me acarició el brazo.

Me sentí bien y pensé en roces, pero cuando me tumbé en las mantas raídas de supervivencia ella no vino. Se quedó arriba toda la noche, vigilando. Una pregunta me picaba y no me dejaba dormir, así que cuando me convencí de que ella no iba a bajar fui a preguntarle.

--Los coles no ven la puerta, tienen otras cosas que mirar. Baja y descansa. Déjame tranquila un rato.

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